ABRÁZATE A LA PALABRA DE DIOS

Ezequiel 2, 1-10

Luego oí una voz que me decía: “Tú, hijo de Adán, ponte de pie, que te voy a hablar.” Mientras esa voz me hablaba, entró en mí el poder de Dios y me hizo ponerme de pie. Entonces oí que la voz que me hablaba seguía diciendo: “A ti, hijo de Adán, te voy a enviar a los Israelitas, un pueblo desobediente que se ha rebelado contra mí. Ellos y sus antepasados se han levantado contra mí hasta este mismo día. También sus hijos son tercos y de cabeza dura. Pues te voy a enviar a ellos, para que les digas: ‘Esto dice el Señor.’ Y ya sea que te hagan caso o no, pues son gente rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de ellos. Tú, hijo de Adán, no tengas miedo de ellos ni de lo que te digan, aunque te sientas como rodeado de espinos o viviendo entre alacranes. No tengas miedo de lo que te digan ni te asustes ante la cara que pongan, por muy rebeldes que sean. Tú comunícales mis palabras, ya sea que te hagan caso o no, pues son muy rebeldes. Atiende bien lo que te digo, y no seas rebelde como ellos. Abre la boca y come lo que te voy a dar.”

No es fácil ser profeta. Nunca es buen tiempo para serlo. Ezequiel – de finales del siglo VI antes de Jesús – sacerdote del Señor Dios y quien, por tanto tiempo, había ejercido, felizmente, su ministerio sacerdotal en el majestuoso Templo de Salomón en Jerusalem, ahora se hallaba prisionero en Babilonia, así como también lo estaban miles de sus compatriotas judíos.

En tales circunstancias, el profeta Ezequiel se sentía ser sacerdote sin altar, pastor sin santuario, predicador sin púlpito frente a una “Ekklesía” de exiliados y de expatriados hondamente heridos y sumidos en el desconsuelo y la ira.

Fue, entonces, que Yahweh, el Señor, le dice al corazón y a la mente de su sacerdote-profeta Ezequiel: “¡Escucha, Ezequiel, hijo mío, ve y diles a esos miserables otros hijos míos que, aunque Yo sé que la difícil circunstancia en que se encuentran es una infeliz y acongojada, que recuerden que fueron sus propias infidelidades las que les arrastraron a ese infierno babilónico y que, por tanto, lo que tienen que hacer no es quejarse sino arrepentirse, pedirme perdón de corazón y decidirse a cambiar su modo de vivir!” Continuó diciendo el Señor a Ezequiel: “Yo estoy seguro de que ellos no querrán escuchar esto que te envío a decirles pero, aun así, con voz estentórea, tienes que gritárselo.”

Hijo, hija: Al escuchar el mandato del Señor, Ezequiel pensó para sí: “Yo creía que lo más inútil en esta vida sería ser sacerdote sin templo, pero ahora veo que es peor aun ser profeta con un Anuncio que nadie querrá escuchar.” Pero el Señor le respondió: “Yo sé que ellos no querrán escuchar lo que yo te mando a decirles. Pero, aun así, anúnciaselo, aunque te quedes sin voz. No importa si ninguno de ellos quiere escuchar.

† PADRE